(Reflexión sobre las lecturas de hoy, domingo, 09 de agosto de 2009)
Nos cuenta la Primera Lectura que el Profeta Elías estaba cansado y desesperado en el desierto después de tanto caminar, huyendo de la persecución. Pero Dios envió un ángel que lo despertó para darle comida. Y “con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 R 19: 8).
¿Cómo no vemos en la imagen del Profeta nuestra situación de peregrino en este mundo? Nosotros, los cristianos, caminamos día y noche hacia la Patría definitiva – el Monte de Dios: el Cielo. Muchas veces nos vienen el desaliento y la desesperación. Tal vez, por alguna persecución del ambiente que poco a poco se vuelve hóstil a los principios cristianos.
Cada vez que proclamemos estos principios, sobre todo, afirmando nuestra convicción acerca de la importancia de la vida, de la libertad religiosa, del verdadero significado del matrimonio o del derecho de los padres en la educación de sus hijos, nos sintimos perseguidos por parte de los que no los comparten con nosotros. Como Elías, no sólo que estamos caminando fatigados, sino también peregrinamos perseguidos hacia la patria celeste.
O tal vez, el desaliento proviene de nuestro propio cansancio espiritual. Es que el pecado poco a poco absorbe la energía del alma hasta dejarla muerta. ¿No es cierto que después de enfadarnos nos sintimos tristes, débil y sin ánimo? Por experiencia sabemos que la amargura, el odio, la envidia y cualquier pecado nos quita la paz del alma. Por eso, dice San Pablo en la Segunda Lectura: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros” (Ef 4: 30-31).
Pero el Señor nunca nos deja en estas situaciones: Él nos envía un alivio – una prueba, una vez más, de su infinita misericordia y gran amor para con nosotros. Prueba también que si nos alejamos de Dios, no es porque Dios nos ha dejado sino porque hemos decidido nosotros mismos alejarnos de Dios. Porque el Señor siempre nos anima, nos empuja a seguir caminando como diciéndonos: “Ánimo, hijo mío. Que estoy contigo.”
“Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti”, (1 R 19: 7) nos dice el Señor también a nosotros. Y nos ofrece su Cuerpo y su Sangre en la Sagrada Eucaristía como alimento en nuestro caminar. La Sagrada Eucaristía nos da fuerza para realizar el viaje de vuelta hacia la casa del Padre. Por eso se llama también “Viático”.
“Yo soy el Pan de la Vida”, dice Jesús en el Evangelio (Jn 6: 48). Jesús es el Pan que nos da fuerza. ¡Jesús es nuestra fuerza! Su Cuerpo y su Sangre que recibimos en la Sagrada Comunión nos da vida. ¿Cómo se realiza este milagro? ¿Cómo nos da vida la Eucaristía?
Los Santos Padres de la Iglesia nos proporcionan la respuesta. San Juan Crisóstomo nos dice: “Nos unimos a Él y nos hacemos con Él un solo cuerpo y una sola carne”. El gran papa San León Magno también lo afirma: “No hace otra cosa la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo sino convertirnos en aquello mismo que tomamos”. Pero San Agustín es más categórico: “Yo soy el Pan para los fuertes. Ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en Mí.”
Este es el efecto propio del Sacramento: transformar al hombre en Cristo de tal modo que pueda decir con San Pablo: “Vivo yo, más no yo, sino que vive Cristo en mi” (Gal 22, 20). Con la Sagrada Eucaristía, nos vamos pareciéndonos cada vez más a Cristo en nuestra manera de pensar, de sentir, de actuar, de hablar, de amar… ¿Cómo piensa Cristo? ¿Cómo habla? ¿Cómo ama Jesús? Así serémos también nosotros.
Pero es una verdad lamentable que hoy, hay personas que se alejan de Cristo: que no quieren parecerse a Él. Es más, rechazan la manera de ser y de actuar del Señor. No aceptan sus enseñanzas. Es más, las atacan. Se sienten fuertes y suficientes en su caminar que ya no necesitan ni a Cristo ni a la Iglesia. Es más, los consideran como istorbo. Viven como si Dios no existiera. ¿Qué sería de nosotros, de nuestra vida, de nuestra familia, de nuestro país, si nos alejamos de Cristo?
Pidamos ahora a la Virgen, cuya Fiesta de su Asunción al cielo en alma y cuerpo celebraremos el sábado que viene (15 de agosto), que nos acerque a su Hijo. A Ella que ya ha llegado antes que nosotros al Monte de Dios, pidamos que nos otorgue la gracia de poder caminar con esperanza hacia la patria celeste. AMEN.
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"Sacerdotes, 'consagrados en la Verdad'"
Estar inmersos en la Verdad, en Cristo, de este proceso forma parte
la oración, en la que nos ejercitamos en la amistad con Él y aprendemos a
conocerle: su forma de ser, de pensar, de actuar. Rezar es un caminar en
comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él nuestra vida cotidiana,
nuestros logros y nuestros fracasos, nuestras fatigas y nuestras alegrías -es un
simple presentarnos a nosotros mismos ante Él. Pero para que esto no se
convierta en un autocontemplarse, es importante que aprendamos continuamente a
rezar rezando con la Iglesia.
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