(Reflexión sobre las lecturas de hoy, Martes, 28 julio 2009)
Ex 33, 7-11; 34, 5b-9. 28; Mt 13, 36-43)
Jesús se fue a la casa y allí sus discípulos se le acercaron para pedirle un favor: “Señor, acláranos la parábola de la cizaña en el campo.”
En primer lugar, podemos ver la cercanía que los discípulos gozan con el Señor. No sabemos de quien fue esa casa, pero la escena de una casa con Jesús y sus discípulos evoca una cierta sensación de intimidad. Encontrarse uno en la casa del Señor – más bien, estar en la casa con el Señor – es tener una relación íntima con Él.
Esta intimidad, en segundo lugar, que los discípulos (el Evangelio no dice “apóstoles”, que es un grupo aun más íntimo) tienen con el Señor se hace más patente en el hecho de que ellos pudieran acercarse a Él, sin titubeos, y pedirle un favor: “Señor, acláranos la parábola”.
A veces, la vida nos resulta llena de enigmas y dudas que nos quitan la paz. A veces no entendemos bien las cosas que nos pasan y la solución de nuestros problemas parecen nula. Necesitamos hablar con alguien para desahogar un poco y el primer interrogante que nos sale es: ¿por qué me pasa esto? ¡Cuánto nos gustaría decirle al Señor: “Señor, por qué permites que me pase esto?”!
Es una manera de pedirle un favor: “Señor, acláranos la parábola”.
Pero, ¿a dónde irémos para pedirle ese favor? A la casa del Señor! En los tiempos de Moisés, esa casa se llama “Tienda del Encuentro” donde él “tenía que visitar al Señor” y sólo él podía hablar con Dios “cara a cara, como habla un hombre con un amigo”. El pueblo se quedaba en la entrada de sus tiendas en el campamento. Los israelitas que veían la columna de nube a la puerta de la “Tienda del Encuentro” se levantaban y se prosternaban mientras Moisés hablaba con Dios.
La “Tienda del Encuentro” es una figura de la realidad de esa otra “tienda” en la que encontramos al Señor y podemos hablar con Él “cara a cara, como habla un hombre con un amigo”. En el Sagrario, todos y cada uno de nosotros – no sólo el sacerdote – ya tenemos acceso al Dios-hecho-hombre para entablar una relación íntima con Él, pedirle cualquier favor y hablar con Él sobre cualquier cosa que nos pasa.
Al entrar en una iglesia, podemos observar muchas personas que se quedan de pie delante de las imágenes de los santos, moviendo los labios, dirigiéndose a las imágenes de piedra o madera. Sabemos que estas imágenes simplemente nos recuerdan a los santos a los cuales mantenemos una piadosa devoción. En el Sagrario, lo que encontramos no es una imágen que nos recuerda al Señor: es Jesús mismo, en su Persona – en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad – que se hace presente bajo la apariencia del pan. Los santos no se hacen presentes bajo la apariencia de las imágenes de piedra o madera. ¿Por qué no hablemos con Jesús cuya presencia es real y sacramental en el Sagrario? Sólo Él nos puede ayudar a dar sentido verdadero a la parábola que es nuestra vida.
Ex 33, 7-11; 34, 5b-9. 28; Mt 13, 36-43)
Jesús se fue a la casa y allí sus discípulos se le acercaron para pedirle un favor: “Señor, acláranos la parábola de la cizaña en el campo.”
En primer lugar, podemos ver la cercanía que los discípulos gozan con el Señor. No sabemos de quien fue esa casa, pero la escena de una casa con Jesús y sus discípulos evoca una cierta sensación de intimidad. Encontrarse uno en la casa del Señor – más bien, estar en la casa con el Señor – es tener una relación íntima con Él.
Esta intimidad, en segundo lugar, que los discípulos (el Evangelio no dice “apóstoles”, que es un grupo aun más íntimo) tienen con el Señor se hace más patente en el hecho de que ellos pudieran acercarse a Él, sin titubeos, y pedirle un favor: “Señor, acláranos la parábola”.
A veces, la vida nos resulta llena de enigmas y dudas que nos quitan la paz. A veces no entendemos bien las cosas que nos pasan y la solución de nuestros problemas parecen nula. Necesitamos hablar con alguien para desahogar un poco y el primer interrogante que nos sale es: ¿por qué me pasa esto? ¡Cuánto nos gustaría decirle al Señor: “Señor, por qué permites que me pase esto?”!
Es una manera de pedirle un favor: “Señor, acláranos la parábola”.
Pero, ¿a dónde irémos para pedirle ese favor? A la casa del Señor! En los tiempos de Moisés, esa casa se llama “Tienda del Encuentro” donde él “tenía que visitar al Señor” y sólo él podía hablar con Dios “cara a cara, como habla un hombre con un amigo”. El pueblo se quedaba en la entrada de sus tiendas en el campamento. Los israelitas que veían la columna de nube a la puerta de la “Tienda del Encuentro” se levantaban y se prosternaban mientras Moisés hablaba con Dios.
La “Tienda del Encuentro” es una figura de la realidad de esa otra “tienda” en la que encontramos al Señor y podemos hablar con Él “cara a cara, como habla un hombre con un amigo”. En el Sagrario, todos y cada uno de nosotros – no sólo el sacerdote – ya tenemos acceso al Dios-hecho-hombre para entablar una relación íntima con Él, pedirle cualquier favor y hablar con Él sobre cualquier cosa que nos pasa.
Al entrar en una iglesia, podemos observar muchas personas que se quedan de pie delante de las imágenes de los santos, moviendo los labios, dirigiéndose a las imágenes de piedra o madera. Sabemos que estas imágenes simplemente nos recuerdan a los santos a los cuales mantenemos una piadosa devoción. En el Sagrario, lo que encontramos no es una imágen que nos recuerda al Señor: es Jesús mismo, en su Persona – en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad – que se hace presente bajo la apariencia del pan. Los santos no se hacen presentes bajo la apariencia de las imágenes de piedra o madera. ¿Por qué no hablemos con Jesús cuya presencia es real y sacramental en el Sagrario? Sólo Él nos puede ayudar a dar sentido verdadero a la parábola que es nuestra vida.
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